El bullying no es un problema exclusivo de los colegios y de los niños. Es un problema de todos. Nuestra presencia, nuestro ejemplo, nuestras prácticas de crianza y nuestra preocupación por otros niños son variables tan importantes como las capacitaciones y protocolos en los colegios.
urante la adolescencia, el desarrollo de nuevas destrezas cognitivas y emocionales permite a los niños ahondar en sus amistades y participar en relaciones a un nivel más profundo. La amistad en este momento se convierte en una fuerte influencia en su vida y al mismo tiempo actúa como un factor protector frente al acoso escolar. En estas edades, los niños se vuelven más conscientes de la presencia y la importancia de las estructuras de popularidad entre los compañeros, lo que a su vez también está vinculado con la intimidación (bullying). La investigación ha demostrado que, mientras que los estudiantes que están en la parte inferior de la jerarquía social sin o casi sin amigos son los objetivos típicos del acoso escolar, los que son más activos en la intimidación tienden a tener un alto estatus social (Thompson, 2015).
El acoso escolar o bullying se define como las repetidas acciones de agresión hacia una víctima menos fuerte (Olweus, 1999). La agresión puede ser física, verbal e indirecta, y lamentablemente es un fenómeno común y corriente en nuestras escuelas (Gráfico 1), entre los niños de 10-15 años de edad que disminuye con la edad (actualmente, es considerable, además, la alta tasa de “ciberacoso”). En España hay una tasa media de acoso del 9,3%, y según datos publicados por El País (ver aquí) parece ser un fenómeno que afecta más a las niñas (10,6%) que a los niños (8%).
El problema no es baladí; las víctimas de acoso escolar tienen mayor probabilidad de desarrollar problemas de salud mental: baja autoestima, depresión, ansiedad, pensamientos e intentos suicidas (lamentablemente hay casos recientes), problemas de salud psicosomática y bajo rendimiento académico. Ser víctima de acoso infantil también se asocia con consecuencias negativas a largo plazo, tales como un mayor riesgo de problemas de salud mental en la edad adulta (Copeland et al., 2013).
El acoso escolar suele llevarse a cabo cuando no hay docentes presentes, y como espectadores, los niños rara vez intervienen (Craig et al., 2000) o se lo indican al maestro (Rigby, 2008) al no ser muy popular “ser el chivato de la clase”, ya que les podría convertir en nuevas víctimas. Son los más pequeños los que tienden a reportar incidentes de intimidación a los adultos con más frecuencia (Rigby, 2008), y las intervenciones de los adultos son más exitosas entre los más jóvenes (Smith, 2010), al estar menos influenciados por sus pares, mientras que las intervenciones entre los niños mayores pueden necesitar ser mediadas por iguales (Hymel y Bonanno, 2014).